Para mamá, Marisa y Reyes.
La idea para escribir esta
historia arranca en un recuerdo familiar de mi madre y en un hecho vivido,
junto a ella y mis hermanas, muchos años después.
Agradecimiento eterno a mi
amiga Marta por confiarme a Kary, Nita y Mary, y dejarme las manos libres para fantasear
y convertirlos en personajes.
Cualquier parecido con la
realidad es pura coincidencia excepto algunos detalles clave, el poema de Kary
Mayer que sirve de inicio y, por supuesto, la mujer serpiente, que existió. Yo
la vi.
LA
MUJER SERPIENTE
Con
cuatro maderas
y un
gran entoldado
¿Quién
me habla de penas?
¿Quién
puede estar triste?
¿No veis la farándula?
¿No veis los payasos?
¡Con cuatro maderas
y un gran entoldado
se alza la alegría
del Circo Dorado!
Ya veis con qué poco
se os han derrumbado
todos los motivos
que os traen amargados
¡Todo es tan ficticio
como las parodias que
os hemos brindado!
¿Por qué has de estar
triste?
¡No debe haber
penas!...
Con cuatro maderas
y un gran entoldado
te brinda alegría
¡¡El Circo Dorado!!
(Transcripción textual
del poema manuscrito de Kary Mayer)
Madrid, invierno de 1952
Dicen que ya no hace frío como
el de antes. Algo debe haber de cierto en esta afirmación porque aquel invierno
helaba la sangre.
Kary había pasado de ser una
de las personas más influyentes en el mundo del espectáculo madrileño, a
alguien a quien se daba de lado e incluso se presumía de ello. No corrían buenos tiempos para los libertinos,
y quien hacía tan solo un poco de tiempo se codeaba con lo más granado del
régimen, ahora se las veía y se las deseaba para poder sacar adelante cualquier
nuevo número que hiciese que su Circo Dorado volviese a ser lo que algún día
fue. Los poderosos siempre han gustado de tener a la bohemia de su lado pero,
¡hasta ahí podíamos llegar! La ruina le acompañaba inexorable, y él buscaba
denodadamente algo impactante que le devolviese la fama y el prestigio
perdidos.
-¡Ya
verán esos paletos endomingados!- Pensaba el viejo zorro que,
aunque en horas bajas, conservaba aquella elegante impostura que ya quisieran
todos esos nuevos ricos recién planchados.
Su pública historia de amor
con dos mujeres estaba muy bien para los boleros, pero los bienpensantes y
meapilas que le envidiaban en lo más escondido de su ser, no consentirían nunca
que Kary Mayer volviese a ser uno de los suyos. Lo que ayer les daba caché, hoy
les cerraba las puertas de la alta sociedad madrileña.
Cuando Mary Dugan, aquella
joven de insolente belleza y pelo rubio como el trigo, se cruzó en su camino,
Kary ya rondaba los sesenta años y su matrimonio con Elisa había alcanzado toda
la estabilidad que el mundo del espectáculo permite. Se conocían y se amaban lo
suficiente como para no caer en sentimentalismos ridículos, lo que les permitía
vivir con la tranquilidad de quien tiene todo el pescado vendido y un cómplice
con quien contar en cualquier circunstancia. Era una mujer inteligente y sabía
que nunca más encontraría a alguien como él. Por eso, cuando Mary apareció con
su carita ingenua y sus enormes ojos de color violeta, supo desde el primer
momento que aquella jovencita formaría parte importante de la vida de su marido
y, por tanto, de la suya.
Elisa ya no estaba como para
acompañar al gran Kary Mayer en su número de mentalismo, el plato fuerte del
Circo Dorado. Hace años, el público se había rendido a la habilidad que ese dandy
tenía para meterse, como un ladrón, en los cerebros de los espectadores de
cualquier rincón, de cualquier platea, de cualquier gallinero, de cualquier
teatro, de cualquier lugar de España.
Mary tenía aproximadamente la misma
edad que Nita, la hija que ambos adoraban y mimaban como si no hubiera crecido,
como si siguiera siendo aquella niña de pelo rizado y negro como el de Elisa, y
mirada magnética como la del padre. Desde niña había mostrado cualidades
innatas y extraordinarias para el contorsionismo y, aunque nunca tuvo demasiada
inclinación por el mundo del espectáculo, Kary no estaba dispuesto a dejar
pasar de largo a ningún talento que pudiese agrandar la nómina de sus artistas,
por muy hija suya que fuera. De manera que, desde niña, Nita formó parte de
aquella familia itinerante que no se reducía a sus padres. Creció rodeada de
equilibristas, tragasables, magos y demás fauna que formaba el Circo Dorado.
Desde el primer día sintió
aversión por Mary. Nunca le gustó. Y no solo porque inmediatamente intuyó las
intenciones de la chica con respecto a su padre, sino porque supo que aquella
historia sería el principio del fin. Y así fue.
Santa Pola, verano de 1974
Está anocheciendo y una mujer muy
guapa pasea con sus tres hijos, dos chicas de entre quince y diecisiete años, y
un chaval de nueve o diez. Merodean por entre las atracciones y casetas de la
verbena instalada en un pueblo costero levantino. El niño está empeñado en
montarse en el tren de la bruja y mientras se dirigen a él, se topan con una
barraca en la que un hombre anciano vestido con un raído, aunque elegante,
chaqué y lazo blanco de pajarita, anuncia a bombo y platillo el fenómeno más
sorprendente del mundo: la mujer serpiente.
Pasan por delante de las
imágenes pintadas a todo color en los tres grandes paneles de chapa que rodean
la carpa, a la que da acceso una puerta cubierta por una cortina del mejor
terciopelo rojo, probablemente vestigio y superviviente del telón de algún
viejo teatro. En ellas, se ve una enorme serpiente hecha anillos cuya cabeza es
la de una mujer de espesa cabellera rubia, con grandes ojos pintados de azul y rodeados
por unas larguísimas pestañas.
El chaval queda atrapado en
aquella imagen y se clava delante de la barraca. Se diría que aquellos ojos le
han hipnotizado y se siente atraído como si un imaginario imán tirara irremediablemente de él.
-¿Quieres
entrar?- Pregunta la madre, que conoce bien al chico y sabe la
respuesta antes de que este conteste.
Inmediatamente después, la madre
compra las entradas en la pequeña taquilla situada justo al lado de la puerta
de la cortina, y los cuatro entran por ella. Son acompañados y colocados detrás
de una especie de burladero como los de las plazas de toros. En el centro de
una pequeña pista circular, con el suelo cubierto de serrín, se levanta una
especie de cabina pintada de rojo con extrañas inscripciones doradas. No hay
demasiado público, diez o quince personas a todo tirar. El corazón del niño
late como si quisiera salir de su pecho. De pronto, los focos que rodean la
carpa se apagan y un murmullo nervioso lo invade todo. Un cañón de luz se
enciende súbitamente, iluminando el centro de la pista donde ya se encuentra el
hombre del chaqué, que empieza a hablar a través de un micrófono con voz
impostada y grandes aspavientos sobre lo que los espectadores van a contemplar
a continuación.
La gente se revuelve inquieta
en sus sitios ante el anuncio de lo nunca visto, el ser más extraño de la
naturaleza, la única y real mujer serpiente, producto de una mutación genética.
El foco cambia de lugar y cae
sobre la cabina. La parte superior se muestra ahora como una ventana con las
hojas abiertas, una a derecha y otra a izquierda. Dentro, delante de dos
espejos colocados en ángulo, una falsísima serpiente enroscada yergue hacia
arriba una cabeza humana sujeta por dos cintas, una a cada lado. Es una mujer
de edad indefinida, tal vez entre cuarenta y cincuenta años. Su rubio pelo es
casi amarillo y sus ojos son de color violeta. Tiene una mirada triste aunque
desafiante.
El maestro de ceremonias,
después de relatar una inverosímil historia, invita a que cualquier persona del público le
pregunte lo que quiera a la mujer serpiente. El silencio es total y nadie se
atreve a levantar la voz ni, mucho menos, dirigirse a aquel ser con cara de
pocos amigos. Su aspecto y el truco de los espejos son tan burdos que todos,
menos el niño que está fascinado, tienen la sensación de que les están tomando
el pelo, pero nadie se atreve a decir una palabra. De pronto, la hermana mayor,
muy dispuesta y poco amiga de que la engañen, levanta una mano y el hombre le
acerca el micrófono mirándola con picardía.
-
¡Esta guapa e intrépida señorita va a formular una pregunta a la única, la sin
igual, la maravillosa mujer serpiente!- Vocea
el hombre como si los espectadores se contasen por cientos.
-
¿Me puedes decir qué comes?- Pregunta resuelta y divertida
la chica.
-
Conejos vivos- Contesta la otra, de no muy buen humor.
- ¿Y qué han dicho los médicos?-Vuelve a preguntar socarrona y con la
mirada clavada en los ojos violeta de la serpiente.
- Que soy una mutación y no tienen ninguna explicación para mi caso.-Corta
súbitamente la serpiente con cara de fastidio.
El murmullo es general y el
hombre arrebata el micrófono a la chica y da por terminada la sesión. Despide
cortésmente al público y el foco deja de iluminar la cabina.
Cuando salen, el niño se
resiste a irse y les pide que esperen un poco. Es de noche y las luces de la
verbena comienzan a apagarse. La madre y las hermanas insisten en que aquello
ha sido una burla y están cansadas, pero el chaval les pide quedarse un poco
más, así que se alejan de la barraca de la mujer serpiente y se colocan en un
lugar desde donde se ve la puerta de entrada.
Diez o quince minutos después,
la cortina roja se abre hacia un lado y aparecen tres o cuatro personas, dos de
las cuales no son extrañas para ellos. El hombre, ya sin chaqué ni pajarita,
camina un poco encorvado. A su lado, una mujer de edad indefinida con ojos color
violeta y el pelo amarillo de puro teñido, camina hábilmente sobre dos zapatos
de altísimo tacón.
-Vámonos- Les dice el niño a la madre y las hermanas. Y, cabizbajo, se da la vuelta iniciando la marcha hacia
casa.
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Las paredes de la caravana
están repletas de fotografías en blanco y negro, lujosamente enmarcadas. En una
se ve al gran Kary Mayer en primer plano posando como si de un actor de
Hollywood se tratara, con la cara ladeada y apoyada en una de sus manos. Tiene
un cigarrillo entre los dedos y luce una gran sortija que probablemente quedó olvidada
hace muchos años en alguna casa de empeños. En otra imagen se le ve rodeado de
Mary y Nita, insultantemente jóvenes, sosteniendo dos espléndidos ramos de flores
y sonriendo a la cámara. Mario Moreno “Cantinflas” le pasa el brazo por los
hombros en otra de las fotografías, y en una grande aparece bromeando con
Antonio Machín. Pinito del Oro, Lola Flores, el gran Jorge Negrete… y hasta se
le ve saludando en otra a alguna personalidad con muchas medallas en el pecho.
Tiempos mejores.
Mary abre la puerta y se quita
los zapatos dejándolos de cualquier forma a la entrada de la caravana. Se
dirige al baño y se quita la ropa. Hace mucho calor y, a pesar de la brisa del
mar, le molesta todo lo que lleva. Desnuda, camina hacia uno de los extremos
donde se encuentra su tocador y se sienta frente al espejo rodeado de
bombillas.
-¡Ay Mary Dugan, lo que has
sido y lo que eres!- Dice en voz alta.
Comienza a desmaquillarse empezando
por los ojos. Los cierra y, de pronto, una imagen repetida durante todos los
días de su vida, regresa muy vívida desde su memoria.
Algún lugar de la provincia de
Toledo, verano de 1942
Dos
mujeres, casi niñas, iban andando por un polvoriento camino entre sembrados.
Era un día muy caluroso y las chicas iban rápido. Su madre les había encargado
algún recado en el pueblo cercano al suyo y, aunque iban parloteando, no debían
tardar mucho. Las chicas eran idénticas, clavadas. No se distinguiría a una de
la otra. Eran medias, como llamaban en aquellas tierras a los bebés nacidos de
un embarazo gemelar. Una, la mitad de la otra. Como si ambas formasen un único
todo, pero separadas no fuesen una entera.
Las
dos medias no paraban de hablar y reír, y no se daban cuenta de que, casi a sus
pies, una pequeña serpiente había aparecido seseando entre la reseca maleza que
bordeaba el camino. Cuando la vieron, estaba delante de ellas levantando su
cabeza desafiante con la bífida lengua fuera de la boca. Una de las chicas,
presa del pánico, arrancó a correr en dirección contraria ignorando a su
hermana que había caído en el camino. Cuando, al rato, volvió al sitio donde la
había dejado, comprobó que su media, su mitad, no respiraba. El terror había
paralizado su corazón.
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Dos lágrimas resbalan
arrastrando el espeso maquillaje azul que cubre los párpados y las pestañas de
Mary. Mira sus ojos color violeta en el espejo y comienza a sentir frío. Su
sangre ya empieza a avisar de lo inevitable. Súbitamente deja de contemplar el
reflejo de su imagen y, una vez más, su cuerpo se arrastra por el suelo dirigiéndose a un gran cesto de
esparto colocado junto a una cama.
Kary entra en la caravana,
avisando de su entrada. Se acerca al cesto, balbucea alguna palabra cariñosa, y
con mucho cuidado, casi con mimo, deposita en su interior un pequeño conejo
vivo que trae entre sus manos.