martes, 29 de septiembre de 2020

TREINTA Y DOS PARRAS

El pasado 24 de agosto hizo setenta y seis años que La Nueve, división de ciento cincuenta republicanos españoles, inició la entrada de las tropas aliadas que liberaron la capital francesa de los nazis. Algunos medios de comunicación recordaron la efemérides y hablaron de ello. Pocos, que ellos ya están para “Sálvames” y pseudo-tertulias políticas que son como “Sálvames". Al hilo de eso, mi padre me comentaba: Me da envidia la gente que vio entrar los tanques españoles liberando París. Yo vi a los otros entrando en Madrid.

Luisito cumple hoy noventa años y, si doy la vuelta a los números, me pongo en los casi nueve años, otra vez nueve, que tenía cuando vio pasar por la calle López de Hoyos a las tropas vencedoras junto a su hermano Alfredo, que había ido a buscarle al colegio con un racimo de uvas como cada día. Terminó la guerra y, con ella, perdió un montón de sueños y paraísos que nunca desalojaron su cabeza ni su corazón, como les pasó a muchísimos niños y niñas de esa generación. La generación estafada, que dice él. Nunca más pudo volver a contar las parras, treinta y dos, que escoltaban el camino que conducía a su casa desde la cancela del jardín; nunca más pudo ver cada mañana a su hermano Daniel abriendo el telégrafo de la oficina comunicando por morse con Cibeles; nunca más vio a Alfredo ducharse con una vieja regadera colgada de un árbol; nunca más jugó con Manolo, su amigo del alma, encima de las baldosas amontonadas detrás de la casa; nunca más pudo ondear la bandera del Hogar. Nunca más.

Los años pasaron y, como es un optimista militante, nada ha podido con él ni con su sonrisa. Ni la grisura de sus años de juventud, en un país y una sociedad mojigata, ni las mil peripecias y dificultades que han ido rodeando su vida. Cuando tenía dieciséis años, Maruja, la hermana de su amigo Carlos, le presento a Ale, la chica más guapa y vergonzosa de la calle Mantuano. A él, que era un chulín. Casi nada, Luis San José, con su corbatita y su cuello subido recitando versos a la primera que se pusiera delante. Desde entonces están juntos. Y juntos han vivido tantas cosas como caben en sesenta y cuatro años. Y más. Para dar y regalar. Marisa, Reyes, Carlitos y todo lo que vino después.

Ha tenido mil oficios y todos los ha hecho con alegría. Chico de tienda en “La favorita”, desde donde llevaba las camisas hechas a medida al Teatro María Guerrero, una premonición, a Don Huberto Pérez de la Osa, su director en los cuarenta; fundidor junto a su hermano, todavía recuerda con precisión cada paso de las cajas, la arena de albero y el crisol; las tiendas… ¡ay, las tiendas! Cómo trabajó, disfrutó y sufrió a partes iguales. Nadie atendió nunca mejor que él a las clientas -digo a las clientas porque a una tienda de ropa de niños y mercería, en aquellos años, no entraban más que mujeres-, ni puso escaparates tan bonitos como los suyos. Pero la vida es perra y la generosidad de mi padre no casa bien con el comercio, para el que hay que ser un poco fenicio. Después, Copiadux, la tele, figuración en “La señora García se confiesa”, otra premonición, y tantas otras… él, que podría haber sido un grandísimo actor, ¡hasta binguero! Sabe muy bien, mejor que nadie, que ser trabajador es una actitud ante la vida, que uno trabaja desde que pone un pie en el suelo al levantarse por la mañana.

Es un orgullo ser su hijo pero, sobre todo, una suerte. No ha sido un padre al uso como no ha sido un hombre al uso. Creo sinceramente que ha mejorado a cada persona que se ha cruzado en su camino. O, por lo menos, le ha hecho la vida más agradable.  Pero esa actitud de beberse la vida y disfrutar cada día de las pequeñas cosas, porque sabe que son las que importan, no le impide llamar al pan, pan y al vino, vino; no le impide cabrearse ante las injusticias; no le impide decir lo que piensa; no le impide ser la persona más joven, más honesta y con una de las mentes más claras que he conocido.

Sabe y nos ha enseñado tanto… Siempre al día, pendiente de lo que pasa en el mundo e indignado por eso mismo.

Podría estar escribiendo días enteros y nunca conseguiría contar todo lo que es Luisito, Luis, mi padre. La familia, los amigos y cualquiera que le conozca, lo sabe. Hoy cumple noventa años y somos unos afortunados por tener la suerte de poder seguir  escuchándole, aprendiendo de su sabiduría, su cultura y su sentido del humor. Y tiene cuerda para rato porque nos ha confesado que ha firmado un contrato hasta los cien y, como está hecho con muy buenos materiales, piensa cumplirlo.

Y encima, a los noventa, te has reinventado como cocinero. No paras de sorprenderme papá.

 

29 de septiembre de 2020

 
 
 

jueves, 28 de mayo de 2020

DE SIMIOS, PANDEMIAS Y MÁQUINAS DEL TIEMPO

Debía tener ocho o nueve años cuando vi por primera vez, en programa doble, las películas El planeta de los simios y El tiempo en sus manos, con el tiempo dos clásicos de la ciencia ficción. Fue en el cine Aragón que con los años fue convertido en multisalas hasta llegar a su desaparición como tantos otros. Este cine estaba muy cerca de mi barrio, razón por la que un montón de chavales vecinos fuimos en panda con varias de nuestras madres. Esto se hacía con frecuencia en aquellos años y  para nosotros era todo un acontecimiento. Me estoy viendo subiendo nervioso las escaleras del gallinero, con la película empezada y Charlton Heston, vestido de astronauta, en la pantalla. No sospechaba en ese momento que esas dos películas me acompañarían para siempre.

El planeta de los simios es la adaptación al cine de una novela del escritor francés Pierre Boulle y en ella se muestra de forma impactante la vida en un planeta en el que los monos han evolucionado de manera muy superior a los seres humanos, siendo estos considerados y tratados como "animales" a su servicio. El tiempo en sus manos también está basada en una novela, La máquina del tiempo de H.G. Wells, y cuenta los viajes a través del tiempo de un caballero inglés a bordo de una pintoresca máquina de su invención. Ambas son películas de aventuras, con ritmo trepidante y capaces de atrapar a un público  juvenil; al de los setenta... aunque me atrevo a decir que también al de ahora ya que  han tenido, y siguen teniendo, infinidad de versiones y secuelas que hacen suponer que nunca se cerrará el grifo. Sin embargo, a pesar de su aparente ligereza, las dos tienen un regalo envenenado: enseñarnos el siniestro futuro de nuestro mundo si nosotros, las personas que lo habíamos, no cambiamos de actitud con respecto a nuestro planeta y a nosotros mismos. Son dos películas llenas de paralelismos que cuentan la misma historia; la de una humanidad, la nuestra, degradada hasta la máxima expresión. 

Tuve pesadillas durante años con ellas y las he seguido viendo a lo largo de mi vida infinidad de veces. Nunca se me olvidará la primera vez que aparecen en la pantalla esos enormes simios soldados, montados a caballo, cazando seres humanos y llevándoselos dentro de camiones-jaula, para ser distribuidos entre el zoológico, el museo de historia animal o los experimentos veterinarios. ¿Qué decir del archiconocido y tremendo final en aquella playa bajo la Estatua de la Libertad? De la misma forma que nunca podré borrar de mi mente a los Morloks, esos seres mutantes albinos que sobreviven en un mundo subterráneo alimentándose por cándidos humanos que no son capaces de revelarse ante aquella situación porque hace mucho que dejaron de pensar. Dos visiones poco optimistas del futuro de La Tierra, como resultado de guerras, codicia, epidemias y ambición.

Me había propuesto no escribir nada acerca de la situación por la que atravesamos. Crisis del coronavirus, pandemia... o como narices lo queramos llamar. No lo he cumplido. El bochornoso y repugnante espectáculo de bajeza, poca altura de miras y necedad que uno tiene que sufrir todos los días cuando lo único que intenta es informarse, colaborar en la medida de sus posibilidades y cumplir las instrucciones sanitarias que los profesionales y científicos van indicando a la población, es desalentador. ¿Cómo es posible que algunos antepongan los intereses políticos y económicos a la vida humana y a la búsqueda de la solución de esta tragedia? No me extraña que nos importe un pimiento cuando estas cosas pasan a miles de kilómetros de nuestras sacrosantas fronteras, si ni siquiera con ello encima somos capaces de usar el sentido común.


























"No puedo evitar pensar que en algún lugar del universo tiene que haber algo mejor que el ser humano. Tiene que haberlo." George Taylor, El planeta de los simios, 1968