miércoles, 11 de enero de 2017

DE EMERGENCIAS Y MULTAS





Mis padres viven en una zona modesta de un modesto barrio de Madrid. El mismo donde nací, me crié y viví hasta hace trece años. Una zona donde hasta hace unos años ni siquiera había entradas de emergencia para poder acceder a unos portales echados en las calles como dados en un tablero de parchís. De manera que para poder llevar hasta una ambulancia a un enfermo había que trasladarle sentado en una silla o, directamente, en volandas. Mi propio padre escribió a algún periódico y reclamó en varias ocasiones esa cosa tan de sentido común sin obtener nunca respuesta alguna. Hasta hace unos quince años en que se acometió una horrenda remodelación de ese barrio y, afortunadamente, en medio de aquel desvarío alguien, sensible y con cabeza, tuvo la idea de cumplir las normas mínimas y crear unas entradas para poder acceder hasta las casas si así fuese necesario.

Las circunstancias de la vida han hecho que, de un tiempo a esta parte, estas entradas nos hagan más fáciles las constantes visitas a consultas médicas y hospitales a las que mis padres se ven obligados a acudir con demasiada frecuencia. Mucho más frecuentes de lo que todos desearíamos. Gracias a ellas puedo recogerlos en la puerta de su casa y dejarlos de nuevo allí sin que se vean obligados a caminar un buen trecho, cosa cada vez más complicada. Premonitoriamente esta tarde, al llevar a mi padre a casa de regreso de la visita a un médico, comentábamos las veces que había peleado aquello hace muchos años y lo bien que nos venía ahora.

Pues bien, en cuestión de poco más de diez minutos, mientras acompañaba a mi padre a subir la escalera de un quinto piso sin ascensor, el alma caritativa de algún vecino justiciero ha avisado a la policía municipal, que por cierto ha llegado muy rápido, de manera que al bajar después de dar un beso a mi madre y despedirme de los dos, me he encontrado a dos agentes clavándome una multa por estacionar en un lugar donde no está permitido.

Ya... ya sé que las normas están para cumplirlas y que debo asumir las consecuencias. Lo sé y así lo hago, pero no puedo dejar de pensar en el dinero que llevo gastado sin rechistar, como el resto de personas que transitamos esa invivible ciudad llamada Madrid, en aparcamientos y zonas varias, verdes y azules, cada vez que oso acercarme a un hospital, servicio de urgencias o centro de salud, mientras nos roban a manos llenas. Sin contar lo incómodo, desagradable y hasta inhumano que resulta tener que estar pendiente de donde has dejado el coche cuando tu situación familiar no es la más agradable posible. De verdad, ¿nadie se ha planteado una solución para eso? ¿no les da vergüenza? Por no hablar de la cuadriculada profesionalidad de los dos jóvenes agentes que me han multado y que, según sus palabras, han comprendido perfectamente mi situación pero no han tenido más remedio que hacerlo porque alguien, muy bien intencionado por cierto y que probablemente sea un vecino que conoce bien nuestra situación, les había avisado de que mi coche estaba allí estacionado. En un descampado, al final de una vía reservada para emergencias y donde no molestaba absolutamente a nadie. Eso sí, tengo que darles las gracias porque después de mis explicaciones, en vez de gravarme con doscientos euros, solamente lo han hecho con noventa. 

Bueno, sólo es un desahogo pero me sirve para decir que cada vez detesto más el mundo tan feo que estamos haciendo.