lunes, 27 de diciembre de 2021

UN MUNDO FELIZ

Hace unos meses una de mis hijas tuvo Covid, afortunadamente sin consecuencias. En aquella ocasión tuvimos un seguimiento permanente toda la familia y automáticamente, sin solicitarla, nos pusieron de baja a todos, ella y los que convivimos con ella. Además, por supuesto, de confinarnos diez días a toda la familia.

Ahora Elena y yo, desde ayer y hoy somos positivos. Estamos bien, aunque como si nos hubiera pasado un camión por encima. 
Después de hacer todas las llamadas y gestiones que indica el protocolo, nos encontramos con que: 

1) No nos hacen PCR. Se da por "bueno" el test de antígenos que cada uno de nosotros, transformado en personal sanitario, nos hemos hecho en nuestra casa.

2) No es necesario que el resto de los convivientes guarden confinamiento. De manera que se puede andar libremente por ahí, eso sí, consumiendo como locos en las grandes superficies y abarrotando los bares, que para eso es Navidad. 

3) Al preguntar por la baja laboral, una pobre trabajadora de la Consejería de Sanidad me indica cómo puede que eso depende del enfermo. Hay algunos que quieren baja y otros que no. Al decirle que justamente hoy comienzan mis días libres que he guardado a lo largo del año, me dice que entonces lo que quiero es no quedarme sin vacaciones. Digo lo de pobre trabajadora porque no encontraba la manera de explicarme semejante disparate. Muy amable me ha dicho que me entendía, cuando le he contestado que no creía que eso dependiera del enfermo y que me figuraba que habría un protocolo y una legislación para ello. Nuevamente, la pobre, me ha explicado que no y que dependía del paciente, que había gente que no quería dejar de trabajar...lo de siempre, los demás unos vagos. 
Las vacaciones me importan un pimiento. Quiero estar bien y que todos, los míos y los que no lo son, también lo estén. Estoy tan perplejo ante la falta de sentido común y de vergüenza, que me he lanzado a contarlo.

Que cada uno juzgue lo que considere.

¿El futuro era esto? Pues vaya mierda, con perdón.

 ¡Somos libres, por fin!



martes, 1 de junio de 2021

OLIVIA SAN JOSÉ ARROYO

Dieciocho. Olivia, mi hija pequeña cumple hoy dieciocho años. Esa niña que no quería hacerse mayor y a la que no le queda más remedio que crecer por mucho que se resista. 

 A los que me conocen ya les he contado muchas veces que cuando Olivia era muy pequeñita, casi recién nacida, nos miraba a su madre y a mí con unos ojos profundos en los que uno indagaba intentando descifrar el enigma de una sabiduría milenaria. Tan inquietante era su mirada que yo le preguntaba de donde había venido. Y así sigue, dando la sensación a quienes la rodeamos de que tiene explicación y respuesta para todo, aunque a veces la fragilidad que esconde celosamente bajo su coraza le juegue malas pasadas y sienta que el mundo se le echa encima. 

 Olivia sabe muy bien lo que quiere o, mejor dicho, sabe lo que no quiere. No quiere transigir con lo que no va con ella, no quiere hacer paripés de esos a los que todos en algunos momentos tenemos que rendirnos, no quiere que nadie tome decisiones que a ella le corresponden… Estrena su mayoría de edad con un carácter y una independencia forjados con los miles de preguntas que se hace cada día y con una personalidad nada complaciente que hará que siempre busque y que no se conforme. Casi nada.

 Aparte de todo eso, Olivia es mi gemela. Se reirá cuando lea esto y dirá: papaaaá… pero sabe que es así. Como sabe lo que pienso, igual que yo sé lo que piensa ella, sin apenas mediar palabra entre nosotros. Es un lazo tejido desde aquel primer día en que la miré a los ojos y me perdí en ese laberinto de conocimiento del que todavía no he salido. 

Mi cómplice, eso es Olivia. Nada más y nada menos. 

 2 de junio de 2021



domingo, 10 de enero de 2021

LA NIEVE

Hace un día radiante. Carlitos, un niño de unos cuatro o cinco años, va cogido de la mano de su madre camino del mercado. Ella, con paciencia infinita, va aguantando el chaparrón de la pataleta del chaval que, como si lo llevaran al practicante, llora desconsolado. ¡Quiero que nieve!, ¡quiero que nieve!, repite una y otra vez. Al niño le encanta la nieve y no entiende que las personas no podamos controlar los fenómenos meteorológicos a nuestro antojo. 

El tal Carlitos era yo. La verdad es que no me acuerdo de aquel episodio si no fuera porque el hijo de la señora Concha, un borrachín simpático con los carrillos colorados que vivía en un primer piso al final de mi calle, me lo recordaba cada vez que me veía, ya mayor. Él estaba asomado a su ventana aquella mañana de mi infancia y fue testigo de mi monumental berrinche que nunca olvidó por la gracia que le hizo. Además, es una historia que mis padres me cuentan cada vez que hay un mínimo indicio de que va a nevar; como la niebla que había el día que nací, recordada invariablemente por mi familia cada cumpleaños. 

No hace falta que diga que ayer cayó en Madrid una nevada de campeonato. Una nevada que nos dejó indefensos ante la naturaleza una vez más. No sé qué necesitamos los seres humanos para aceptar lo pequeños que somos a pesar de nuestra prepotencia. No podemos hacer que nieve a nuestro antojo, como quería Carlitos, pero tampoco podemos evitarlo. Como no pudimos ni podemos evitar que un virus esté campando a sus anchas por el mundo con unas consecuencias devastadoras. Las personitas que habitamos el primer mundo, este mundo globalizado y consumista que cree que puede con todo, perdemos los nervios y nos aterrorizamos al comprobar que a pesar de la multitud de sofisticados medicamentos, productos de higiene y belleza, cremas para todo tipo de pieles, ropa de nieve, esquíes, raquetas, automóviles, televisiones, ordenadores, barómetros, higrómetros, pluviómetros, nivómetros, etc. etc., nuestra vida diaria cambia si la naturaleza o un virus así lo deciden. La solución no se compra inmediatamente en el supermercado; ni siquiera, y a pesar  de preverlo, somos capaces de organizar una serie de medidas que impida que nos quedemos tirados en las carreteras o confinados en nuestras casas. Para eso haría falta un mínimo de sensatez.  Por no hablar de aquellos que se tienen que enfrentar a todo esto viviendo en la calle o sin luz y calefacción, como está ocurriendo en estos días en la Cañada Real Galiana. Nos sobra soberbia y nos falta corazón. 

Como digo, cada vez que nieva en Madrid me narran la historia del caprichoso niño Carlitos. Además, mi padre recuerda un poema que le gusta mucho de un poeta español bastante desconocido, como todos por otra parte, Emilio Carrere. Dice así: 

Temblaba su mano breve 
de blanca y sedeña piel. 
"¡Qué bonita cae la nieve... 
y qué cruel!".