Hace un día radiante. Carlitos, un niño de unos cuatro o cinco años, va cogido de la mano de su madre camino del mercado. Ella, con paciencia infinita, va aguantando el chaparrón de la pataleta del chaval que, como si lo llevaran al practicante, llora desconsolado. ¡Quiero que nieve!, ¡quiero que nieve!, repite una y otra vez. Al niño le encanta la nieve y no entiende que las personas no podamos controlar los fenómenos meteorológicos a nuestro antojo.
El tal Carlitos era yo. La verdad es que no me acuerdo de aquel episodio si no fuera porque el hijo de la señora Concha, un borrachín simpático con los carrillos colorados que vivía en un primer piso al final de mi calle, me lo recordaba cada vez que me veía, ya mayor. Él estaba asomado a su ventana aquella mañana de mi infancia y fue testigo de mi monumental berrinche que nunca olvidó por la gracia que le hizo. Además, es una historia que mis padres me cuentan cada vez que hay un mínimo indicio de que va a nevar; como la niebla que había el día que nací, recordada invariablemente por mi familia cada cumpleaños.
No hace falta que diga que ayer cayó en Madrid una nevada de campeonato. Una nevada que nos dejó indefensos ante la naturaleza una vez más. No sé qué necesitamos los seres humanos para aceptar lo pequeños que somos a pesar de nuestra prepotencia. No podemos hacer que nieve a nuestro antojo, como quería Carlitos, pero tampoco podemos evitarlo. Como no pudimos ni podemos evitar que un virus esté campando a sus anchas por el mundo con unas consecuencias devastadoras.
Las personitas que habitamos el primer mundo, este mundo globalizado y consumista que cree que puede con todo, perdemos los nervios y nos aterrorizamos al comprobar que a pesar de la multitud de sofisticados medicamentos, productos de higiene y belleza, cremas para todo tipo de pieles, ropa de nieve, esquíes, raquetas, automóviles, televisiones, ordenadores, barómetros, higrómetros, pluviómetros, nivómetros, etc. etc., nuestra vida diaria cambia si la naturaleza o un virus así lo deciden. La solución no se compra inmediatamente en el supermercado; ni siquiera, y a pesar de preverlo, somos capaces de organizar una serie de medidas que impida que nos quedemos tirados en las carreteras o confinados en nuestras casas. Para eso haría falta un mínimo de sensatez. Por no hablar de aquellos que se tienen que enfrentar a todo esto viviendo en la calle o sin luz y calefacción, como está ocurriendo en estos días en la Cañada Real Galiana. Nos sobra soberbia y nos falta corazón.
Como digo, cada vez que nieva en Madrid me narran la historia del caprichoso niño Carlitos. Además, mi padre recuerda un poema que le gusta mucho de un poeta español bastante desconocido, como todos por otra parte, Emilio Carrere. Dice así:
Temblaba su mano breve
de blanca y sedeña piel.
"¡Qué bonita cae la nieve...
y qué cruel!".