miércoles, 7 de marzo de 2018

OCHO DE MARZO

Me gusta estar entre mujeres. Desde siempre. Quizás porque me crie con dos hermanas, una madre fuerte y cariñosa y un padre nada convencional. Y cuando digo nada convencional quiero decir que en mi casa nunca respiré ese ambiente en el que el marido manda y la mujer obedece. En absoluto. Mis padres, afortunadamente, siempre han tenido una relación intelectual y afectiva entre iguales y él  ha sido lo suficientemente inteligente como para saber que lo contrario, aparte de una barbaridad, es una equivocación garrafal. Algo ridículo.  Por eso nunca me he chocado con esa barrera invisible entre niños y niñas, chicos y chicas, hombres y mujeres.

Vivo con tres mujeres y tengo multitud de amigas, amigas del alma, compañeras y conocidas con las que paso ratos estupendos. Me gustan las mujeres y me parece que su mundo es más rico y más interesante que el nuestro. También tengo amigos hombres, claro. Y muy buenos. Pero debo reconocer que me cuesta encontrarlos en esa jungla de estereotipos en la que vivimos y peleamos cada día. Eso sí, cuando los encuentro lo celebro y procuro que no se me escapen porque  no es nada fácil toparse con esas raras avis. Compañeros machos que no se pasen la vida intentando demostrar que lo son, haciendo chistes casposos y quejándose de sus parientas. Creo que esa es una de las grandes revoluciones pendientes. La de los hombres capaces de mostrar sus sentimientos, sus intereses, sus debilidades y sus emociones sin tener que justificarse. Algunos lo tenemos superado pero, lamentablemente, todavía hay muchos en ese armario lleno de polilla.

Soy hombre y soy feminista. ¿Cómo no serlo? Estoy convencido de que estamos empezando a vivir el siglo de las mujeres. Ellas de sobra saben lo que les ha costado, y lo que les cuesta, cada paso avanzado. Todas las que en la actualidad pueden permitirse decidir sus profesiones y sus formas de vida, las que sean, no deberían olvidar que eso no ha sido gratuito. Se lo deben a aquellas que las precedieron, que lucharon y que arriesgaron su seguridad doméstica y, en muchos casos, hasta su vida por conseguirlo.

Parece mentira que a estas alturas del partido haya que seguir diciendo estas cosas y saliendo a la calle para defender y reivindicar lo que se cae por su propio peso, pero sobran los ejemplos con los que nos desayunamos cada día.

Para terminar, solo formulo un deseo y pido un favor a algunas mujeres que desempeñan puestos relevantes en sus empresas, en sus grupos de trabajo o en sus hogares: que no copien los comportamientos aprendidos de los hombres más rancios. Ya no estamos para perder el tiempo con mediocridades.

¡Feliz ocho de marzo!