viernes, 22 de julio de 2016

EL ESTILO

Hace unos meses, mi amigo Mariano de Paco me pidió que escribiera algo para la tesis que estaba preparando sobre Marsillach y su manera de dirigir a los clásicos del Siglo de Oro. Ahora, con la tesis leída y publicada, traigo aquí aquellas palabras que escribí. 

Con tu permiso doctor.
 
 

 
 


EL ESTILO
 

Cuando Mariano me preguntó si me apetecía escribir algo sobre Adolfo Marsillach para su tesis me sentí halagado, pero me eché para atrás. No porque no me apeteciera colaborar con él, todo lo contrario. Mucho menos en un trabajo sobre Adolfo y su manera de acercarse a los clásicos del Siglo de Oro, absolutamente necesario en un país tan amnésico como es el nuestro. Si digo que me eché para atrás, me refiero a que no soy ningún entendido en teatro, y me dio pudor.  Me limito a ser un buen aficionado aunque, eso sí, conocí a Marsillach en su salsa durante los años en los que trabajé a su lado en la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Lo que realmente me decidió a escribir estas líneas, fue algo que me dijo Mariano. Me habló del estilo de Adolfo al llevar a escena a los clásicos. Le escuché muchas veces pronunciar esa palabra y, modestamente, creo que para él era casi una obsesión conseguir una impronta, un estilo que identificase a la Compañía, como le gustaba llamarla.

Yo todavía no trabajaba con él la primera  vez que vi un montaje suyo sobre un clásico. Ni siquiera le conocía. Se trataba de Antes que todo es mi dama, de Calderón de la Barca, y estaba ambientada en un rodaje cinematográfico en los años treinta del siglo XX. Me quedé completamente fascinado. A pesar de ser una comedia de capa y espada,  por sí misma poseedora de un ritmo endiablado, nunca había sospechado que una obra de esas características podría abordarse de una forma tan original, con un estilo (otra vez) tan diferente a lo que yo había visto hasta ese momento. La propuesta de Adolfo, en estrecha colaboración en la escenografía, el vestuario y la iluminación con Carlos Cytrynowski, me pareció brillante y ¿por qué no decirlo? francamente divertida.

Después acudí muchas veces al Teatro de la Comedia. La Celestina, El vergonzoso en Palacio, El alcalde de Zalamea, La verdad sospechosa…, algunas dirigidas por Adolfo y otras no. Todavía no sospechaba que, al poco tiempo, las circunstancias harían que tuviera la oportunidad de formar parte del equipo de la Compañía Nacional de Teatro Clásico y vivir de cerca los montajes de muchas otras: La gran sultana, Fuente Ovejuna, Don Gil de las calzas verdes, El médico de su honra… y nunca, nunca, me dejaron indiferente. Si como espectador lo pasaba realmente bien, conociendo de cerca la generosa dedicación de Adolfo en la preparación de todas ellas y la impecable gestión de la Compañía, me hicieron disfrutar y conocer, más y mejor, nuestro teatro barroco.

Escuché muchas veces decir a Marsillach que los clásicos no deben estar en los museos, sino en las tablas de los escenarios, y creo que lo que consiguió es perderles un rancio respeto mal entendido que, incluso, le costó la amistad con algún crítico amigo. El inicio de la andadura de la Compañía Nacional de Teatro Clásico fue bastante complicado, debido a la incomprensión hacia unos montajes, audaces y nada pomposos, de unas obras consideradas intocables, y a mí me parece que la trayectoria de la compañía y la asistencia masiva del público demostraron que no estaba equivocado.

Adolfo no trataba de actualizar los clásicos en el sentido literal de la palabra. Nunca se propuso poner a los actores cazadoras de cuero o pantalones vaqueros. Iba más allá. Su intención era hacer interesantes y comprensibles, historias en muchos casos anacrónicas. Si se me permite la expresión, les metió mano a todas esas obras y las sacó de sus hornacinas, desde un profundo amor a los clásicos y, sobre todo, desde un profundo amor al Teatro.
 

Carlos San José
 
2 de octubre de 2015