lunes, 21 de julio de 2014

ADOLFO MARSILLACH

 

Me topo con Blanca en la Plaza del Rey. Hacía muchos años que no nos veíamos. ¿Sabes quien soy, no? Claro, claro...¿cómo no?, qué gusto verte. ¿Cómo estás? Bien, bien...¿y tú? Bien, tirando... ¡Que sorpresa! Hasta pronto. Adiós.

 

Ese encuentro fortuito y el torrente de imágenes y recuerdos que trae consigo, hace que me decida a algo que he intentado en varias ocasiones y no he conseguido. Me cuesta pero se lo debo. Escribir sobre Adolfo.

 

PRIMERA DESPEDIDA. El ministerio.

 

Si la inteligencia, el buen gusto, la honestidad, el ingenio y el talento tuvieran un nombre, sería el suyo. Le conocí y comencé a trabajar con él de una forma absolutamente casual y gracias, como ya conté en una ocasión, a Salbi . Estaba en un medio que no era el suyo y en el que duró poco tiempo. Las responsabilidades ministeriales y políticas no están hechas para un artista. Cuando, después de poco más de año y medio, dimitió de su cargo como director general del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música, al comprobar que no era nada fácil intentar hacer cambiar las cosas, yo ya tenía la suerte de tratarle y de haber compartido alguna conversación con él. Eso sí, con la distancia lógica que puede haber entre un chaval de veintitantos años y un hombre importante, famoso y respetado.

 

Recordaré siempre las palabras que me dijo el día que salió de su despacho por última vez: No me olvidaré de ti, tienes mi teléfono y sabes donde vivo. Ahí estoy para lo que quieras.

 

SEGUNDA DESPEDIDA. La Compañía Nacional de Teatro Clásico.

 

Cumplió su palabra, siempre lo hacía. Aproximadamente un año y medio después fue nombrado director de la Compañía Nacional de Teatro Clásico, que él mismo había creado y dirigido años antes, y no se olvidó de mí. Con bastante susto recibí su ofrecimiento para ser su secretario particular en aquella andadura. La inseguridad que siempre me acompaña tuvo que vérselas en varias ocasiones con su tozudez. Parece que lo tenía bastante claro y lo consiguió. Claro que me halagaba y me apetecía trabajar con él, ¿cómo no?, pero no estaba nada seguro de poder y saber estar a la altura de esa circunstancia. Después de tanto tiempo puedo decir que finalmente acepté y comencé a trabajar con él con el convencimiento de que iba a durar poco tiempo en ese trabajo. Sinceramente, pensaba que al mes y medio me devolvería al ministerio pero por lo menos me serviría de experiencia.

 

Nada más lejos. A las pocas semanas, un día, mientras repasábamos la correspondencia o planificábamos lo que había que hacer, me pidió que le acercara la cartera que llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta, colgada en el perchero. Al hacerlo, le comenté lo bonita que era. Cuando llegué a la oficina la mañana siguiente, se me había adelantado. Encima de mi mesa me encontré un bonito paquete con el anagrama de una marca muy cara, con un cartelito en el que estaba escrito mi nombre. Lo abrí y me encontré una cartera exactamente igual a la suya. Y dentro, su tarjeta con una frase escrita: Me gusta mucho trabajar contigo.

Nunca le agradeceré lo suficiente ese reconocimiento durante el tiempo que trabajamos juntos. Tuvo conmigo algo que solamente tienen los grandes, esas personas diferentes que no tienen que andar demostrando constantemente que son genios, sencillamente porque lo son: la generosidad de hacerme  sentir importante, parte fundamental de lo que nos traíamos entre manos. Que te ocurra eso siendo tan joven es un arma de doble filo. Es una grandísima suerte pero hace que cualquier comparación resulte odiosa. 

 

Pasaron los años, aprendí muchísimo, conocí a un montón de personas interesantes... y llegó el final. Él gobierno cambió de signo y la lealtad a sus principios, esa cosa tan poco común en nuestros días, hizo que tuviera que salir de una manera poco airosa de su Compañía Nacional de Teatro Clásico. Le hubiera resultado muy fácil continuar, dorar la píldora a los prepotentes ganadores que le dieron la oportunidad pública de alinearse a su lado. Pero no lo hizo. Asistí como testigo silencioso y lo más discreto que me fue posible a la traición de muchos. El teléfono dejó de sonar y todos aquellos meapilas que sólo unos meses antes se morían por presumir de su amistad, desaparecieron como por arte de magia. Además, durante aquellos agónicos meses, la enfermedad se alió con los traidores.

 

Nunca podré olvidar la última vez que, de nuevo, salió por la puerta de su despacho. Se volvió, miró a su alrededor y la cerró.

 

TERCERA DESPEDIDA. La vida.

No tuve la suerte de asistir a su Marat Sade, ni de ver su Sócrates ni su Tartufo. Era un niño en aquellos años. Sí, claro, sé lo que supusieron todos aquellos montajes teatrales y otros, en aquellos años en los que no era fácil reivindicar una serie de cosas y había que jugársela, con todas las letras. Lo que me tocó junto a él en el teatro fue escuchar los versos de Calderón, Lope, Cervantes, Moliere... y, desde luego, disfrutar asistiendo a la transformación de aquellas palabras en muchos casos rimbombantes, en escenas luminosas, divertidas o terribles, gracias a la varita mágica de su talento.

 

En cualquier caso, lo que me ha dejado haberle conocido es algo mucho más hondo. Haber disfrutado de su amistad. Una amistad que creció una vez terminada nuestra relación laboral. Era un hombre de pocos amigos y por eso me enorgullezco doblemente de poderme considerar uno de ellos.

 

¿Cómo olvidar la semana en El Escorial cuando volvió a confiar en mí en la organización de un curso de verano que él dirigía?, ¿Cómo olvidar los días que pasamos Elena y yo en su preciosa casa de Jávea junto a él y Merceditas?, ¿Cómo olvidar aquel baño de los cuatro después de cenar en la piscina iluminada por los focos? ¡Cómo en Hollywood!, ¿Cómo olvidar una tarde, ya muy enfermo, en la que Mercedes, que no le dejaba ni a sol ni a sombra, tuvo que asistir por insistencia suya a la lectura de una de sus obras, y me pidió que le acompañara durante su ausencia porque no quería dejarle sólo?

 

Fueron unas horas intensas en las que charlamos de lo divino y lo humano, y en las que me contó muchas de las cosas que le pasaban por la cabeza. Me habló de su padre, de su mujer, de sus hijas, del teatro... Me dio una autentica lección magistral sobre la vida que llevaré conmigo para siempre. Los dos sabíamos que se moría. Al poco tiempo, no sé exactamente cuanto, salía de mi trabajo y sonó mi teléfono. Era Salbi. No necesité que me contara el motivo de su llamada.

 

Han pasado los años, once creo, y no consigo desprenderme de su recuerdo. Ni quiero. Como dije al principio, se lo debía.

11 comentarios:

  1. Los antiguos maestros eran sutiles, penetrantes,
    misteriosos y poco comprendidos.
    Eran tan profundos que no podemos conocerlos.

    No conociéndolos
    apenas sabemos describir su apariencia.

    Eran tardos, como los que atraviesan un río en invierno.
    Prudentes, comos los que no quieren ofender a sus vecinos.
    Discretos, como los invitados.
    Pasajeros, como el hielo que se va a fundir.
    Sencillos, como la madera sin trabajar.
    Disponibles, como un amplio valle.

    Y opacos, como el agua turbia.

    ¿Quién puede, como ellos,
    a través del reposo aclarar poco a poco lo turbulento?
    ¿Quién puede, como ellos,
    permanecer inmóvil hasta que llega el momento de la acción?

    De El Libro del Tao, Lao-Tse

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  2. Gracias Jose. Preciosas palabras, y muy acertadas. Con tu permiso me las guardo para siempre.

    ¿Quién puede como ellos...

    Un abrazo fuerte.

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  3. Felicidades, Carlos, y por doble motivo: porque sé las ganas que tenías de escribir esto y lo difícil que te parecía y porque lo has hecho bien, lo has hecho con toda tu alma, porque como amiga tuya que soy, sé lo mucho que te hizo vivir Adolfo, lo mucho que hay en ti de aquellos años vividos juntos y la pena tan grande que te quedó su ausencia. Pero sabes que aún hay mucho de él en ti.
    Gracias por compartirlo con nosotros.

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    1. Gracias Uge.

      Bueno, está escrito desde las entrañas que, como sabes, es la única manera en que sé hacer las cosas. No sé nadar y guardar la ropa. Y por suerte he vencido el pudor de escribir y que leáis lo que escribo. Mucho de eso te lo debo a ti que me animaste a lo del blog. Más que animarme, me lo diste hecho y no tuve más remedio que lanzarme sin red. La verdad es que tanto este blog como "Los Carrascosa" no me da más que satisfacciones porque es muy bonito poder compartir lo que nos pasa por dentro.

      Espero que a Adolfo, allá donde esté, le haya gustado.

      Así que gracias otra vez por la parte que te toca.

      Carlos

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  4. Por todo lo que dices y lo bien que lo expresas, está claro que dejó una huella imborrable, de esas que sólo marcan a algunos afortunados, a aquellos que tienen la suerte de conocer a gente muy especial y aprovechar su legado. A la vista del cariño con el que hablas de él, fue mucho más que el gran actor del que fui consciente. Por suerte de algo sirven los años y yo si le vi representando a Moliere, y en infinidad del legendario Estudio 1, incluso creo recordarle interpretando a Chejov. En fin, no se trata de enumerar su legajo profesional que por suerte siempre se le ha reconocido, sino de recrearse en tus palabras emotivas, en tus recuerdos, en tu admiración hacía la persona por encima de todo, y eso, cómo siempre, lo bordas. Precioso escrito.
    Un abrazo

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  5. Gracias Mari Cruz. Aunque te leí hace tiempo no he pillado un ordenador hasta ahora y con el teléfono no es lo mismo.

    Me alegra mucho que te haya gustado y como sé que te encanta el teatro y la literatura, te recomiendo que leas el libro de memorias de Marsillach, "Tan lejos, tan cerca", un recorrido por toda una época de la vida de España. Disfrutarás mucho porque aparte de estar escrito magistralmente te enterarás de montones de curiosidades, te hará reír y te emocionara. Estoy seguro.

    Gracias otra vez por leerme, por seguirme y por animarme a escribir. Con lectores como tú da gusto.

    Seguimos en contacto.

    Un beso grande

    Carlos

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  6. Navegando he leído tu dedicatoria a Adolfo, escrita desde uno de los sentimientos mas bellos el de la amistad y admiración más profunda." Han pasado los años,14 años, y no consigo desprenderme de su recuerdo. Ni quiero" El sigue vivo en nuestro recuerdo. "Si estoy en tu memoria formo parte de tu historia." Tuvimos la suerte de disfrutar de su amistad. Bravo

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    1. Hola Nuria, me llega tu comentario y, haciendo memoria, creo que nos conocimos y mantuvimos alguna conversación telefónica durante aquellos años... ¿Es posible? ¿algo que ver con el mundo editorial, con Castellet...? La verdad es que fuera de eso no consigo ubicarte, aunque tu nombre me resulta muy conocido.

      En cualquier caso, muchísimas gracias por tu comentario. Me alegra compartir amistad y recuerdos.

      Un saludo

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  7. Querido Carlos:
    Tu relato me ha impactado mucho. La personalidad de Marsillach era y es poderosa y te comprendo cuando dices que no puedes olvidarle. Es imposible olvidar a alguien con ese genio y temperamento. Vuelvo a comentarte que me parece injusto el silencio que se ha creado tras su desaparición. El teatro español le debe tanto, pero el olvido es sencillo y la ingratitud aún es más barata. Creo que todavía se le puede hacer un buen homenaje y es hablar, escribir y proyectar lo que supuso su gran magisterio en el arte dramático español. Sólo hay que animarse a hacerlo y poner empeño en ello ante todas las negativas con las que te encontrarás. Hay algo muy importante que nunca podrás olvidar y es haber crecido y madurado con el maestro. Eso es impagable. Enhorabuena.
    Por cierto, me imagino que aún conservas la cartera ¿verdad?

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  8. Me ha encantado leerte!!
    Gracias por compartir tus vivencias, sentimientos, recuerdos...
    Que aceptada la referencia " Quién puede como ellos..."
    Saludos,
    Esperanza

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    1. Gracias a ti por leerme,Espe. Ahora, ya sabes por qué el Teatro de la Comedia es especial para mi. Estuve cerca de veinte años sin pasar ni siquiera por esa calle.

      Un beso grande.

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